Las palabras hieren
Mary Beard se ha convertido en una luchadora contra un sistema ante el que nos sentimos desarmadas
El caso de Mary Beard es paradigmático. Lo seguí hace un año, cuando varios medios, The New Yorker, The Guardian o la BBC
se hicieron eco de una conferencia que esta prestigiosa investigadora
del mundo clásico, profesora de Cambridge, colaboradora del TLS e
infatigable divulgadora de la vida en la Antigua Roma, impartió en el
British Museum. Tenía por título Oh Do Shut Up Dear (Venga,
cállate, querida) y en ella la autora hacía un prolijo recorrido a
través de la historia de cómo los hombres han tratado de callar la voz
de las mujeres. De la Odisea
a su propia experiencia, porque Mary Beard, una señora de 60 años que
lleva casi toda su vida estudiando detalles sorprendentes sobre las
sociedades antiguas, se convirtió de pronto en una celebridad televisiva
a través de Meet the Romans, un programa divulgativo que le
enseñó con sangre cómo nuestra naturaleza no es menos agresiva que la de
aquellos viejos imperios que hoy tenemos por más crueles. Su programa
provocó un aluvión de críticas insoportable. Lo extraordinario es que
esas críticas no se referían al contenido en sí sino a su aspecto
físico. Nuestra profesora tiene un aire no diferente al de muchas
eruditas entregadas desde su tierna juventud a los asuntos
intelectuales: luce una alocada melena blanca, sus dientes son
llamativos por su irregularidad, se permite detalles excéntricos en el
calzado o las gafas, y, lo que ha resultado más indignante para algunos,
muestra un impactante aplomo en su lenguaje corporal. A ella le importa
un pimiento no ser bella, pero no así a algunos críticos televisivos
que, ignorando las enseñanzas que generosamente pretende difundir, se
dedicaron desde el principio a describir la vestimenta poco cool
de la sabia dama. Con más crudeza aún se refirió a ella la jauría
tuitera, en donde los comentarios sobre su supuesta fealdad abundaron.
“Puta apestosa. Seguro que tu vagina da asco”. Este fue uno de los
interesantes tuits que la señora Beard cosechó. Lo curioso es que
haciendo caso omiso de esa ley no escrita que aconseja a los personajes
públicos no mirar lo que de ellos se dice en las redes, esta mujer, que
se había educado en el feminismo activo de los setenta, se puso manos a
la obra y decidió plantar cara a sus detractores. Alguien la ayudó a
localizar al autor de tan hiriente mensaje: era un estudiante, tenía 20
añitos. Beard llamó a su madre y habló con ella. También habló con el
autor de una web que colgó una foto de la investigadora con una vagina
sobreimpresa en su cara. Charló con ellos y con otros tantos y publicó
en su blog la crónica de estas conversaciones que, finalmente,
conformaron la interesantísima pieza que leyó en el Museo Británico
sobre el silencio impuesto a las mujeres en cuanto tratan de frecuentar
territorios tradicionalmente masculinos.
De pronto, esta mujer hiperactiva, brillante, vehemente, se convirtió
en una luchadora contra un sistema ante el que las demás nos sentimos
desarmadas. El día en que una eminencia de Cambridge llamó al estudiante
que la calificó de puta y habló con él y con su madre es para mí tan
histórico como esos chistes de romanos, al estilo Monty Python,
sobre los que la historiadora ha escrito algún jugoso ensayo. El
agresivo tuitero se disculpó de corazón. Su grosería se volvió contra él
porque a raíz de que Beard la hiciera pública si se introduce el nombre
del estudiante en Google aparece el inolvidable insulto. Una mancha en
el currículo. Ella, siempre sorprendente, ha reclamado el perdón para
quien aun ofendiéndola tan crudamente mostró arrepentimiento: esas
palabras, aun siendo intolerables, no pueden arruinar una vida.
Beard se ha convertido en una figura emblemática para muchas mujeres. La joven poeta Megan Beech escribió un poema, When I Grow Up I want to be Mary B.
(Cuando crezca quiero ser Mary B.), que ustedes pueden encontrar
recitado por su autora en YouTube. Y es que cuando algunas creían que el
feminismo activo estaba muerto encontramos que hay muchos motivos para
resucitarlo.
Mary B. se miró al espejo e hizo recuento de todos aquellos insultos
que estaba recibiendo, “fea, gorda, vieja, puta, maloliente,
desagradable, mal vestida, mal follada, machorra…”. Duelen, ¿verdad? Se
podría escribir un ensayo sobre las mil maneras de ofender a una mujer.
Pero una vez que nuestra heroína afrontó la dureza de los insultos
comenzó a relacionarlos con una tradición que viene de antiguo: no se
trata de lo que una mujer diga, sino de que hable. Y entonces decidió
investigar sobre la naturaleza de quien insulta. ¿Qué pensaría usted de
su marido, de su hijo, de su hermano o de su mejor amigo si se enterara
de que es autor de tan repugnante prosa? Yo me sentiría desazonada. Y
pasaría a explicarle lo que no aprendió de niño: que las palabras
hieren.
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